
Feli salió a tomar su café matutino, típico acto cotidiano y previo a la jornada laboral que ejercía en un lugar relativamente cercano a su casa. Arrastraba los pies más que de costumbre y su cara sugería embotamiento.
Cuando se cruzó con la primera persona que vio tras salir del portal, esta le indicó que tuviera cuidado con la baldosa rota y suelta que parecía estar a punto de pisar. Había llovido durante casi toda la noche, y el agua cubría el Paseo de los arcos. Resbaladizo y sucio, el suelo rasgueaba con cada paso de Feli. Le dio las gracias casi sin mirar, cabizbajo, y continuó su marcha en la grisácea mañana.
Estaba a punto de atravesar la carretera por el correspondiente paso de cebra y un conductor hizo sonar el claxon, en evidente advertencia: primero pasaría su coche y después los viandantes, no fuera que alguno cruzase y, claro, pudiera echarle a él, el rey del volante, la culpa de haber sido atropellado. Faltaría más.
Feli nunca cruzaba una carretera sin tener la precaución de mirar a cada lado. Y ese día no fue una excepción.
Tres segundos después, mientras aún trataba de despejar su mente, oyó un fuerte golpe a unos quince metros en la misma dirección seguida por el automóvil. Sobresaltado, observó cómo dicho vehículo daba tumbos contra barreras invisibles, hasta traspasar la acera contraria y, de un salto, invadir los jardines del Paseo de los arcos. Lanzado desde el alto edificio aledaño, un patinete eléctrico había impactado sobre el parabrisas del rey del volante, cuyo destino acababa de fraguarse.
Cuando llegaron los primeros curiosos, pudieron comprobar que el conductor tenía la cabeza abierta y el circular aparejo clavado en el pecho, mientras que en el espacio ocupado por el asiento del copiloto, el patinete había quedado encajado de forma imposible. Colgando del retrovisor, oscilaba una fina cadena de la que pendía un redondo portaretratos con una fotografía.
Feli pensó en que, por alguna causa, ese día no había utilizado el coche. Y más despejado, aunque algo atónito, giró en dirección contraria a su ruta habitual.
Entró en un bar en el que hacía mucho tiempo que no dejaba sus cuartos, y pidió un café. La camarera le preguntó:
-¿Solo, como de costumbre?
Un escalofrío ascendió por su columna vertebral cuando, tras oír estas extrañas palabras, vio algo en una de las esquinas del recinto: el patinete que le había regalado su esposa el día anterior, para los días de tráfico desmesurado. La camarera, atenta al asunto y sin decir palabra, sirvió el café y le ofreció la prensa. Feli abrió el periódico de forma casi aleatoria, tembloroso… y centró la mirada en su propia esquela. Levantó la vista y se topó con la cadena con portaretratos que aquella mujer le estaba ofreciendo, como si tal cosa.
Sorbió un traguito del café y derramó el resto, en gesto pagano. Sus sentidos se habían recuperado, ya no arrastraba los pies. Se sintió más fuerte que de costumbre, y decidido a encauzar la rutina, retomó el camino hacia su lugar de trabajo. De repente, cual instantáneo velo nebuloso, una sombra alada se materializó e hizo desaparecer a Feli, al que jamás se volvió a ver pisar las impolutas y brillantes baldosas del Paseo de los arcos. Se lo llevó a un lugar en el que no hay café, ni pasos de cebra, ni automóviles, ni patinetes, ni altos edificios ni curiosidades que vencer…. ni siquiera servicios de hostelería.
En el cielo de aquella mañana, azul como el mar, pudo vislumbrarse durante leves instantes la bien definida silueta de un engendro: los viandantes juraron ver aquel veloz carro con auriga y pasajero en su interior, tirado por la alada sombra nubosa que, dentelleando hacia las alturas, hacía sonar su fauces cual claxon que advierte ante el peligro de muerte.
Texto y fotografías: © J. Bass (Vientos de Estigia).
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